En sus inicios, la epidemia afectaba mayormente a hombres; los datos actuales reflejan que del total de personas con VIH y sida en el mundo, el 50 por ciento son mujeres (ONUSIDA, 2008). Es importante indicar que muchas de las mujeres que han adquirido el VIH o que se encuentran en riesgo de adquirirlo, no consideran que practiquen conductas de alto riesgo, pues se encuentran frecuentemente casadas o en una relación monógama. Ante esos cambios en la epidemiología, se ha puesto atención al significativo y acelerado incremento del número de mujeres que viven con VIH, fenómeno que se ha denominado “feminización de la pandemia del VIH”. Dicho fenómeno exige dirigir la mirada hacia factores estructurales de desigualdad de género que hacen a las mujeres más susceptibles de una transmisión del VIH.
En 1993, la violencia de género fue definida por la ONU como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción, o la privación arbitraria de la libertad tanto si se produce en la vida pública o privada”. Ello llevó a que la Organización Mundial de la Salud reconociera que “incluye prácticas tradicionales que atentan contra la mujer, la violencia ejercida por personas distintas al marido, la explotación; violencia física, sexual y psicológica en la comunidad, incluidas violaciones, abusos sexuales, hostigamiento, intimidación en el trabajo, la escuela u otros sitios, tráfico de mujeres, la prostitución forzada; y la violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el estado, donde quiera que ocurra”.
En este tenor, se han resaltado tres mecanismos en los cuales la violencia de género, en sus múltiples formas, incrementaría la vulnerabilidad a la transmisión del VIH en las mujeres. El primero de ellos es el sexo coercitivo con una pareja infectada, el segundo la violencia como limitante de la habilidad de la mujer para negociar comportamientos preventivos como el uso del condón; y finalmente el abuso sexual o físico durante la niñez, que ha sido asociado a comportamientos sexuales de alto riesgo durante la adolescencia y la edad adulta. Se ha afirmado también que la amenaza de violencia “impide que las mujeres accedan a la información sobre el VIH, se sometan a la prueba del VIH, revelen su estado serológico respecto al VIH, accedan a los servicios de prevención de la transmisión del VIH a los lactantes, y reciban tratamiento y asesoramiento, incluso cuando saben que se han “infectado” (ONUSIDA). La violencia se presenta no sólo como causa del sida, sino también como consecuencia: cuando se revela que se está viviendo con el virus, las mujeres pueden ser atacadas o excluidas a causa del estigma relacionado con la pandemia.
La violencia institucional constituye uno de los factores de vulnerabilidad de las mujeres ante la pandemia. El imperante orden de género permea las construcciones socioculturales, así como instituciones y arreglos sociales. En ese sentido, la gran mayoría de los programas de prevención de sida para mujeres implementados por las instituciones públicas en México, participan de dicha dinámica, pues se han limitado a la intervención en grupos que son consideradas como “vectores”: trabajadoras sexuales y mujeres embarazadas, reforzando de esta manera los estereotipos de las mujeres. La violencia institucional no es sólo privar de lo que se tiene, sino también de la posibilidad de desarrollar capacidades. Entonces, se puede afirmar que las campañas de prevención de sida que refuerzan estereotipos de género y la inacción del Estado frente la vulnerabilidad de las mujeres ante el sida, constituyen formas de violencia institucional de género al negar posibilidades de acción de las mujeres ante una posible transmisión del VIH. Por ejemplo, algunos expertos en sida, por caso, frente a las dificultades de las mujeres para “negociar” la utilización del condón, recomendaron que se cambiara todo el enfoque hacia la promoción y el entrenamiento en el uso de los condones por parte del varón en lugar de explorar estrategias par fortalecer la capacidad de las mujeres para protegerse. Con esto se niega toda posibilidad de acción en la prevención de la transmisión de la pandemia por parte de las mujeres.
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